Retos para una educación de calidad
Dr. Antonio Pérez Esclarín [1]
Por estar muy convencido de que el mundo, el país y también la educación están sufriendo una fuerte crisis de orientación y de sentido, quiero iniciar mis palabras con un ferviente llamado a la innovación, el coraje y la esperanza. No son tiempos para educadores rutinarios, sumisos, pusilánimes o que se acobardan ante los inmensos retos que debemos enfrentar. Son tiempos para educadores corajudos, creadores y valientes, capaces de crecerse ante las dificultades y para decirlo con palabras textuales de Paulo Freire, ese gran pedagogo brasileño, de reinventar el mundo en una dimensión ética y estética, de modo que sea - “menos feo, en el que disminuyan las desigualdades, en el que las discriminaciones de raza, de sexo, de clase sean señales de vergüenza y no de afirmación orgullosa o de lamentación puramente engañosa…Mundo en el que nadie domina a nadie, nadie roba a nadie, nadie discrimina a nadie, sin ser castigado legalmente… Nuestra utopía, nuestra sana locura es la construcción de un mundo en el que el poder se asiente de tal modo sobre la ética, que sin ella se destruya y no sobreviva. En un mundo así, la gran tarea del poder político es garantizar las libertades, los derechos y los deberes, la justicia y no respaldar el arbitrio de los suyos”[2]
Venezuela, digámoslo con convicción y fuerza, es un país privilegiado, lleno de encantos y prodigios, que Dios lo debió crear en una tarde en que andaba especialmente feliz. Cuando en 1498, Cristóbal Colón llegó a tierras venezolanas, quedó tan impresionado con su belleza que creyó que había llegado al Paraíso Terrenal. Sus ojos ardidos de tanta luz y tanto verdor trataban en vano de captar toda la hermosura. Y de su asombro y admiración, brotó el primer nombre de Venezuela: Tierra de Gracia.
Realmente, Venezuela tiene enormes potencialidades, y no sólo cuenta con inmensas riquezas de materias primas: petróleo, hierro, oro, aluminio, pesca, productos agrícolas y ganaderos…, sino que es imposible imaginar un país más hermoso. Cuenta con un sol inapagable, playas exquisitas de aguas cristalinas sobre lechos de coral (Morrocoy, Los Roques, Mochima, Playa Colorada, Araya, Margarita, Choroní, Cata, Adícora, Villa Marina…); desiertos y medanales que avanzan sin descanso con sus pies movedizos de arena; llanuras inmensas pobladas de historias, corocoras y garzas, donde los horizontes, como las estrellas, se alejan a medida que uno los persigue; ríos caudalosos que van culebreando entre selvas infinitas; árboles frondosos que parecen sostener el cielo con sus brazos; lagos y lagunas encantadas, pobladas de leyendas y de magia; tepuyes, castillos de los dioses, que levantan sus frentes para asomarse al espectáculo increíble de la Gran Sabana; saltos, raudales y cascadas que entonan con sus labios de agua el himno del amanecer de la creación; una enorme serranía habitada por el frailejón, la soledad y el viento, donde el tiempo va madurando sus cosechas de rocas; una colosal montaña que agita contra el cielo su blanca bandera de nieve; pueblitos montañeros que se acurrucan en torno a su iglesia protectora y se trepan a las raíces de la niebla y del frío; islas paradisíacas que parecen estrellas caídas en el inmenso cielo azul de nuestros mares; en marzo y abril, Venezuela llamea en los brazos de sus araguaneyes; todas las tardes Dios se despide de nosotros en los crepúsculos de Lara y en los atardeceres de Juan Griego, y acuna nuestro sueño con el guiño sublime del relámpago del Catatumbo.
Pero en Venezuela, hoy enfrentamos un triple reto para convertir todas sus inmensas potencialidades en vida abundante para todos: el reto del reencuentro y la convivencia, de modo que profundicemos y llenemos de sentido la democracia, entendiéndola como un “poema de la diversidad”, con poderes autónomos que se regulen unos a otros, e instituciones eficientes, que resuelvan problemas, y nos vayamos constituyendo en un país de ciudadanos honestos y solidarios, iguales ante la ley. Esto va a exigir centros educativos profundamente democráticos, en los que se aprende a vivir y a convivir, verdaderos microcosmos de la nueva Venezuela que queremos.
El segundo reto es cambiar el modelo estatista y rentista por un modelo eficiente y productivo, que asuma el trabajo y la producción como medios esenciales de realización personal y de garantizar a toda la población bienes y servicios de calidad. Esto va a exigir centros educativos verdaderamente productivos, en los que se aprende a aprender, emprender y producir más que a reproducir, en los que se valora el trabajo y al trabajador y se cultiva el aprendizaje permanente, desde la cuna hasta la tumba, en los que, en estos tiempos de cambio permanente, se forma más para la empleabilidad que para el empleo.
El tercer reto que debemos enfrentar los venezolanos es lograr un desarrollo humano, con justicia y equidad, es decir, sin excluidos ni perdedores, un desarrollo que combata con fuerza la pobreza, la miseria y todo tipo de violencia. Esto va a exigir centros educativos como verdaderas comunidades, escuelas del respeto y la responsabilidad, donde se aprende el amor y se aprende con amor.
A pesar de los graves problemas y contradicciones, los venezolanos no podemos renunciar a la esperanza y debemos seguir trabajando con tesón, ilusión y pasión, por constituirnos en una nación, moderna, eficiente y solidaria, en la que todos podamos vivir con dignidad, y, al mirarnos a los ojos, nos veamos como ciudadanos y hermanos y no como rivales o enemigos.
Para superar estos retos necesitamos, sobre todo, educadores apasionados, sembradores de esperanza, con el corazón ardido de ilusión y de pasión. No se dejan amilanar por los problemas y dificultades, sino que acuden cada día con verdadero entusiasmo a asumir la tarea apasionante de ayudar a formar hombres y mujeres nuevos, capaces de construir una nueva humanidad:
No había fiesta en el llano que no fuera alumbrada por los dedos mágicos del arpista Figueredo. Sus dedos acariciaban las cuerdas y brotaba incontenible el ancho río de su música prodigiosa. Se la pasaba de pueblo en pueblo, sembrando alegrías, poniendo a galopar los pies y los corazones de la gente en la fiesta inacabable del joropo. El, sus mulas y su arpa, por los infinitos caminos del llano. En una mula él, en la otra mula, el arpa. Cubierta con un plástico negro para soportar los interminables chaparrones del invierno llanero en que, como ha descrito magistralmente el poeta Lazo Martí, “el llano es una ola que ha caído, el cielo es una ola que no cae”. Y también cubierta con el plástico negro en verano, para soportar las llamaradas de ese sol infinito, que se clava en la espalda como una espina, cuartea la tierra y raja hasta las piedras. Si uno recorre el llano al final del verano puede escuchar los lamentos de la tierra herida por la sed.
Una tarde, tenía que cruzar un morichal espeso y allí lo estaban esperando los cuatreros. Lo asaltaron, lo golpearon salvajemente hasta dejarlo por muerto y se llevaron las mulas y se llevaron el arpa. A la mañana siguiente, pasaron por allí unos arrieros y encontraron al maestro Figueredo cubierto de moretones y de sangre. Estaba vivo, pero en muy mal estado, casi no podía hablar. Los arrieros le curaron las heridas y cuando lograron que volviera en sí, empezaron con insistencia a preguntarle qué había sucedido.
Al cabo de un rato, el maestro Figueredo haciendo un gran esfuerzo, logró balbucear desde sus labios entumecidos e hinchados estas palabras: “Me robaron las mulas”. Volvió a hundirse en un silencio que dolía y, tras una larga pausa y ante la insistencia de los arrieros que seguían preguntando, logró empujar hacia sus labios rotos una nueva queja: “Me robaron el arpa”.
Al rato, y cuando parecía que era imposible que pudiera decir algo más, el maestro Figueredo se echó a reír. Era una risa profunda y fresca, que no pegaba en ese rostro que era una estampa del dolor y de la cruz. Y en medio de la risa, logró decir: ¡Pero no me robaron la música![3]
¡Que no nos roben la música, la ilusión, el entusiasmo, los sueños, la esperanza! Ante la creciente inseguridad que hoy estamos viviendo, ponemos alarmas para que no nos roben el carro, enrejamos puertas y ventanas para que no se nos lleven el televisor, el equipo de sonido, la licuadora, pero no nos protegemos de los que nos roban la ilusión. Hay especialistas en robar ilusiones. Todos los conocemos, tal vez son compañeros nuestros y se sientan a nuestro lado. Son sembradores de desesperanza, de pesimismo, de amargura. Siempre sólo ven las dificultades, hablan y enfrían el entusiasmo. Y es mucho más grave que nos roben la ilusión a que nos roben el bolso con los papeles, el celular y las tarjetas. Si no tenemos esperanza e ilusión, estamos muertos como educadores.
Educar no puede ser meramente un medio de ganarse la vida, sino que tiene que ser un modo de dar vida, de defender la vida, de ganar a la vida a los demás, de provocar las ganas de vivir con autenticidad y con libertad. Por ello, es imposible educar sin esperanza y nadie puede ser educador sin vocación de servicio. No permitamos que nos roben el derecho a soñar, que es el más importante de todos. Sin él, no tienen sentido los demás. Como ha escrito Eduardo Galeano, “el derecho a soñar no figura entre los 30 derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948, pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos morirían de sed”. Soñemos que es posible un país distinto, un mundo humano, una educación integral de calidad para todos. Soñemos y entreguemos nuestras vidas a realizar los sueños. Por ello, en palabras de Fernando González Lucini, los educadores debemos ser los “disoñadores” de la nueva educación y de un futuro más humano. Debemos soñarlo y diseñarlo, es decir, trabajar para que los sueños se conviertan en proyectos y vayan siendo realidad.
Maestros de humanidad
Para superar los retos que enunciamos y gestar una educación integral de calidad, holista, verdaderamente humanizadora, necesitamos, ante todo y sobre todo, Maestros de humanidad.
Unamuno resumió con estas palabras la vida de Giner de Los Ríos, un insigne maestro: “Su vida era pensar y sentir y enseñar a pensar y sentir” para ser cada vez mejor persona y así hacer un mundo mejor. Estos siguen siendo los grandes retos de la educación hoy. Enseñar a pensar, a reconocer y controlar nuestros sentimientos y adquirir los valores morales esenciales. Formar la mente, el corazón y el espíritu. Enseñar la reflexión, la emoción y la compasión.
Pensar y sentir: El docente como un profesional de la reflexión y del sentimiento: Conocerse y quererse y enseñar a conocer y a querer.
Educar es ayudar a conocerse, comprenderse, aceptarse y quererse para poder desarrollar a plenitud todos los talentos y realizar la misión en la vida con los demás, no contra los demás. Como ya lo comprendieron los filósofos griegos, la genuina sabiduría consiste en conocerse a sí mismo. Hoy abundan los especialistas y expertos, se exhiben con orgullo abultadísimos currículos, vivimos intoxicados de una información que se renueva en cada segundo, algunos llenan con sus títulos y diplomas las antesalas de sus oficinas, pero cada día escasean más y más las personas que se preocupan por conocerse y plantearse su misión en la vida. Proliferan los postgrados y los cursos de formación permanente, pero son muy raros los sabios, personas capaces de adentrarse en sí mismos y asumir la existencia como misterio, como pregunta y como proyecto.
Para conocerse, es esencial la capacidad de reflexión y silencio. Pero cada vez abundan más y más las personas que son incapaces de estar solas en silencio. El actual mundo, lleno de ruidos y de prisas, impide la reflexión, el cuestionamiento personal. Muchos pasan la vida huyendo de sí mismos, llevando dentro de sí a un desconocido, sin atreverse a bucear dentro de sus deseos, anhelos, temores y sueños más profundos. El estilo de vida impuesto por la sociedad moderna aparta de lo esencial, impide a las personas descubrir y cultivar lo que son en potencia, no les deja ser ellos mismos, bloquea la expresión libre y plena de su ser. De ahí que la genuina educación debe ayudar a los alumnos a plantearse su proyecto de vida y responder con valor las preguntas esenciales: ¿Quién soy yo?, ¿cómo quiero ser?, ¿para qué vivo?, ¿a qué estoy dedicando mi vida?, ¿cuáles son mis talentos y valores esenciales?, ¿cómo me imagino una persona realizada y feliz?, ¿en qué debo cambiar y mejorar?
El conocimiento de sí mismo debe llevar implícita la propia valoración y autoestima. Todos valemos no por lo que tenemos, sino por lo que somos, porque somos. Todos tenemos valores y carencias o debilidades que debemos conocer para construir sobre ellos nuestra identidad. Las propias debilidades pueden convertirse en nuestras fortalezas si las aceptamos y nos empeñamos en superarlas. No hay nada más formativo y que ayude a crecer que asumir el error o la deficiencia como propuestas de superación.
Si bien es cierto que sólo si uno se acepta y quiere podrá aceptar y querer a los demás, no es menos cierto que es imposible quererse si uno no ha experimentado el amor. La autoestima parte siempre de la estima del otro. De ahí la importancia de la pedagogía del amor, de que los maestros quieran a sus alumnos, de modo que todos se sientan importantes, valorados, amados. Como me gusta repetir, los ojos de los maestros y maestras deben ser un espejo donde cada alumno pueda mirarse y verse bello, valioso, respetado, querido. Por ello, a algunos educadores les va a tocar incluso llenar ese vacío de amor que sus alumnos nunca encontraron en su hogar y curar de este modo las profundas heridas del desamor. En palabras de Margaret Mead, “para algunos, la escuela es un segundo hogar; para otros, el único. Y para no pocos, una cárcel”.
No basta con conocerse y quererse. El reto es asumir la vida como una tarea y una aventura apasionantes. Nos dieron la vida, pero no nos la dieron hecha. Los seres humanos somos los únicos que podemos labrar nuestro futuro, que podemos inventarnos a nosotros mismos y podemos inventar el mundo. Como repetía Paulo Freire con insistencia, la educación tiene sentido porque los seres humanos somos proyectos y podemos tener proyectos para el mundo. El futuro no es sólo porvenir, es también y sobre todo por-hacer. Los seres humanos somos creadores de nosotros mismos, podemos decidir lo que queremos llegar a ser. La vida es un viaje y cada uno puede decidir su destino. Podemos ir a la cumbre, o al abismo. Podemos hacer de nuestra vida un jardín de flores o un estercolero. Podemos vivir dando vida o amargando o asfixiando la vida. Por ello coexisten los santos y los criminales, personas dispuestas a matar y personas dispuestas a dar la vida por salvar a otros.
Enseñar a vivir plenamente es, en definitiva, enseñar a ser libres. La tarea más importante de la vida debe ser la conquista de la libertad. Pero la libertad que es autonomía responsable y superación de caprichos y ataduras, se viene confundiendo con su contrario: la total dependencia, la esclavitud al mercado, los caprichos, las modas o las órdenes. Cuanto más se llenan las personas de cadenas, más libres se sienten.
En un mundo que cada vez más nos va llenando de cadenas, la genuina libertad debe traducirse en liberación, en lucha tenaz contra todas las formas de opresión, dominación y represión. Sólo donde hay libertad hay disponibilidad para el servicio que ayuda a los demás a romper sus propias ataduras. Ser libre es, en definitiva, vivir para los demás, disponibilidad total para ayudar a cada persona a desarrollar sus potencialidades y lograr su propia autonomía, combatiendo todo tipo de dependencia y sumisión.
Somos libres, en definitiva, para amar, para servir. Toda auténtica vida humana es vida con los otros, es convivencia. La persona humana es imposible e impensable sin el otro. Como decía Albert Camus, “es imposible la felicidad a solas”. Lo propio del ser humano, lo que nos define como personas, es la capacidad de amar, es decir, de relacionarnos con los otros buscando su bien, su felicidad. Por ello, sólo será posible convivir, es decir, vivir con los demás, si aprendemos a vivir para los demás, pues el servicio es la forma más clara de expresar el amor. Vivir como un regalo para los demás, vivir sirviendo siempre, vivir combatiendo todo tipo de dominación, manipulación, y explotación, es el medio privilegiado para encontrar la plenitud y la felicidad.
Habilidades para la convivencia: Educar los ojos para aprender a mirar
Mirada contemplativa capaz de observar y admirar el milagro que se oculta en una flor, una gota de agua, un pájaro, una piedra, la sonrisa de un niño, un rostro arrugado por el peso de los años o del sufrimiento.
Hoy, esclavizados al televisor y los aparatos electrónicos, nos estamos volviendo incapaces de contemplar la belleza del universo y el milagro que es todo. Como dice un proverbio oriental, “si miras un árbol y sólo ves un árbol, no sabes observar. Si miras un árbol y ves un misterio increíble eres buen observador”.
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
-¡Ayúdame a mirar! [4]
Una educación integral de calidad debe, en consecuencia, educar la mirada y enseñar a contemplar, sobre todo en estos tiempos en que la realidad virtual está apartando a muchos del mundo real. Mirar nos va a permitir ver más allá de las apariencias, de lo obvio y de las máscaras con que muchos se ocultan y tratan de tapar la realidad. Todos necesitamos aprender a mirar para no confundir las imágenes interesadas que nos ofrecen los que quieren robarnos la visión; para ser capaces de admirar las vidas que dan vida, y superar la ceguera programada que pretende que sólo tengamos ojos para los idolillos del mundo del deporte, los espectáculos, y la moda con que tratan de domesticarnos y doblegar nuestros corazones.
La mirada contemplativa nos debe llevar a descubrir en todo la presencia de Dios. Todo en el mundo es revelación de Dios. Todo vocea su presencia. En cada sonido está el eco de su voz, en cada color un destello de su mirada. Todo es revelación, pero no sabemos mirar. La mirada contemplativa nos permitirá descubrirlo jugando con los hijos, y si levantamos la mirada, podremos verlo caminar con la nube, desplegar su fuerza en el rayo y descender mansamente con la lluvia. Lo podremos contemplar sonriendo en las flores y agitando con la brisa las hojas de los árboles. Lo podremos contemplar en la canción del agua, en la súplica del mendigo, en la fatiga del obrero.
Mirada fraternal para que seamos capaces de vernos como hermanos.
Un viejo rabino preguntó a sus discípulos si sabían cómo se conoce el momento en que termina la noche y comienza el día.
-¿Cuando ya podemos distinguir a lo lejos entre un perro y una oveja? –le preguntó uno de ellos.
El rabino negó con su cabeza.
-¿Será cuando ya se distingue en el horizonte una ceiba de un samán? –se aventuró otro de los discípulos.
-¡Tampoco! –respondió con convicción el rabino.
Los discípulos se miraron desconcertados:
-Entonces, ¿cómo se sabe? –preguntaron ansiosos.
El viejo rabino los miró con sus ojos mansos de sabio y les dijo:
-Es cuando tú miras el rostro de cualquiera y puedes ver en él la cara de tu hermano o de tu hermana. En ese momento comienza a amanecer en tu corazón. Si no eres capaz de eso, sigues en la noche.
En un mundo diverso, plural y profundamente inhumano, y en un país como Venezuela donde estamos rotos, divididos, terriblemente polarizados, necesitamos con urgencia aprender a mirarnos para ser capaces de vernos como conciudadanos y hermanos y no como rivales, amenazas o enemigos. El conciudadano es un compañero con el que se construye un horizonte común, un país, un nuevo mundo, en el que convivimos en paz a pesar de las diferencias. El ciudadano genuino entiende que la verdadera democracia es un poema de la diversidad y no sólo tolera, sino que celebra que seamos diferentes. Diferentes pero iguales. Precisamente porque todos somos iguales, todos tenemos el derecho de ser y pensar de un modo diferente dentro, por supuesto, de las normas de la Constitución y de los derechos Humanos.
Mirada inclusiva de todos, en especial de los más carentes y necesitados
En general, la exclusión escolar reproduce la exclusión social. Son precisamente los alumnos que más necesitan de la escuela los que no ingresan en ella, o los que la abandonan antes de tiempo, sin haber adquirido las competencias mínimas esenciales para un desarrollo autónomo. Las escuelas de los pobres suelen ser unas pobres escuelas que contribuyen a reproducir la pobreza. Si a todos nos parecería inconcebible que los hospitales y clínicas enviaran a sus casas a los enfermos más graves o que requieren atención y cuidados especiales, todos aceptamos sin problemas que los centros educativos expulsen a -o permitan que se vayan- los alumnos más necesitados y problemáticos y se queden sólo con los mejores.
Una educación inclusiva debe revisar, para superarlos, los mecanismos de exclusión (tanto para entrar como para permanecer en los centros), que con frecuencia son muy sutiles. No olvidemos que está muy latente el peligro de que cada vez más, la educación, en vez de ser un medio para democratizar la sociedad y compensar las desigualdades de origen, lo sea para agigantar las diferencias: buena educación para el que tiene posibilidades económicas y capacidad para exigir, y pobre o pésima educación para los más pobres o carentes.
Si queremos evitar que la educación de los pobres reproduzca y perpetúe la pobreza, debemos garantizarles una escuela que evite su fracaso, una escuela que no los excluya ni bote, una escuela que los prepare para desenvolverse eficazmente en el mundo del trabajo y de la vida, de modo que la sociedad no los excluya, y con una sólida formación ética de modo que ellos a su vez no se conviertan en excluidores.
¿Cómo leer el fracaso desde el sistema educativo y desde la sociedad y no desde los alumnos? ¿Cómo dejar de preguntarnos por qué fracasan en la escuela la mayoría de los alumnos más necesitados, y preguntarnos más bien por qué fracasa la educación con ellos? Detrás de cada alumno que fracasa, se oculta el fracaso del sistema educativo, el fracaso del maestro o profesor, el fracaso de la familia, el fracaso de la sociedad. Posiblemente, un alumno fracasa porque no somos capaces de brindarle lo que necesita.
De ahí la necesidad de practicar la discriminación positiva, es decir, privilegiar y atender mejor a los que tienen más carencias, para así compensar en lo posible las desigualdades y evitar agrandar las diferencias. No puede ser que abandonen la escuela o que ni siquiera ingresen en ella los que más la necesitan. En este sentido, Estado y Sociedad deben aunar esfuerzos para que en los centros educativos que atienden a los alumnos más carentes y con serias deficiencias, se les garantice una verdadera educación integral de calidad. Esto implica jornadas más extensas y más intensas y dotación de buenas bibliotecas, comedores escolares, salas tecnológicas, talleres y laboratorios, canchas deportivas, lugares para estudiar e investigar con comodidad, actividades extraescolares atractivas. Implica también trabajar para lograr los mejores maestros y profesores, con vocación de servicio, orgullosos de su profesión, con expectativas positivas de sí mismos y de los alumnos, motivados y que gozan enseñando, en formación permanente, no para acumular títulos y engordar currículos, sino para desempeñar mejor su labor y servir con más eficacia a los alumnos, capaces de impulsar una pedagogía del amor, la alegría y el asombro, que promueva la motivación, autoestima y deseos de aprender de sus alumnos.
En momentos en que impera la cultura de la inseguridad y de la muerte, los centros educativos deben ser reductos de vida, bellos y atractivos en el aspecto físico y en el ambiente y clima social que se respira, en los que todos y cada uno de los alumnos se sientan tomados en cuenta, respetados y queridos.
Educar la lengua para bendecir (decir bien) y hablar palabras verdaderas.
Con las palabras podemos hacer reír o llorar, hundir o levantar, aturdir o sublimar. Una palabra puede ser una caricia o una bofetada. Hay palabras que duelen más que golpes y causan heridas en el alma muy difíciles de curar.
Necesitamos aprender a bendecir, (bene-dicere: decir bien) hablar positivamente, evitando toda palabra desestimuladora, ofensiva, hiriente, que separa o siembra discordia. Lamentablemente, en Venezuela, nos estamos acostumbrando a la violencia verbal. El hablar cotidiano y el hablar político reflejan con demasiada frecuencia la agresividad que habita en el corazón de las personas. De las bocas brota con fluidez un lenguaje duro, implacable y procaz. Palabras ofensivas e hirientes, dichas con la intención de ofender y despreciar, descalificar y destruir. Por ello, en Venezuela, las palabras, en vez de ser puentes de comunicación y encuentro, son muros que nos separan y dividen.
Toda pelea suele comenzar con insultos y los genocidas necesitaron justificar sus abusos y muertes mediante la descalificación verbal: Los colonizadores europeos llamaron salvajes e irracionales a los indios, los esclavistas calificaron de bestias a los negros, los nazis denominaban ratas y cerdos a judíos y gitanos, los comunistas soviéticos calificaban como hienas a los disidentes, los torturadores sólo ven en sus víctimas a bestias subversivas. Nunca llegaremos a la paz ni a la convivencia provocando el desprecio y la mutua agresión. Nunca llegaremos a la paz si seguimos introduciendo fanatismo y ofensas, si se coacciona a las personas con graves amenazas e insultos y se busca reducir al silencio al que piensa diferente. Cuando en una sociedad la gente tiene miedo para expresar lo que piensa, se está destruyendo la convivencia democrática.
Necesitamos, en consecuencia, recuperar una palabra cercana y sincera que posibilite y favorezca la genuina comunicación. Comunicarse es abrir el alma. Con frecuencia, hablamos y hablamos, pero no nos comunicamos. Hablamos y las palabras son trampas con las que nos ocultamos. Palabras devaluadas, como moneda gastada, sin alma, sin valor. Dichas sin el menor respeto a uno mismo y al otro, para atrapar, para herir, para seducir, para engañar, para dominar. Por eso, palabras tan graves y serias como “lo juro”, “lo prometo”, “te amo”, “cuenta conmigo”…, encierran con frecuencia la mentira, la traición, el abandono, la soledad.
La tecnología moderna ha hecho más importante el medio que el mensaje. Ni los celulares, ni los correos electrónicos, ni los blogs, ni las páginas web, ni los twitters nos están ayudando a comunicarnos mejor. Nos la pasamos enviando mensajes a los que están lejos, pero somos incapaces de comunicarnos con los que tenemos cerca Se han puesto de moda las redes por internet, pero raramente nos comunicamos con los compañeros de trabajo que tenemos al lado. En consecuencia, a pesar de tener los más sofisticados aparatos de comunicación, las personas viven cada vez más solas, sin nadie a quien comunicar sus miedos, angustias, problemas.
De ahí la importancia de aprender a decir palabras positivas y verdaderas. Va a ser imposible construir un país y un mundo nuevo si la palabra no tiene valor alguno, si lo falso y lo verdadero son medios igualmente válidos para alcanzar los objetivos, o si utilizamos la palabra como arma arrojadiza contra el otro. Por ello, necesitamos palabras encarnadas en la conducta y en la vida. Palabras maduradas en el silencio del corazón. Desde el silencio, a la palabra y el encuentro. Sólo se podrá comunicar el que es capaz de distanciarse del clima de rumores, del ruido de la publicidad y las propagandas y es capaz de crear un ambiente de silencio en su interior, si se torna disponible, si presta atención, si se abre a la reflexión de su propia palabra para hacerla testimonio. No olvidemos nunca que, como le gustaba repetir al maestro cubano José Martí, “El mejor modo de decir es hacer”, o como dice el viejo refrán castellano “Obras son amores y no buenas razones”. Sólo palabras-hechos, sólo la coherencia entre discursos y políticas, entre proclamas y vida, nos podrá liberar de este laberinto que nos asfixia y nos destruye.
Por último, necesitamos también como ha escrito Manuel Ramírez[5] aprender a decir gracias, a agradecer lo mucho que hemos recibido y que estamos recibiendo en cada momento. Todo lo que somos y tenemos es regalo. Agradecer une, genera alegría, construye puentes. Agradecer es incrementar la intensidad de la vida. Muchos piensan que dar las gracias expresa debilidad, cuando es todo lo contrario pues demuestra autonomía, fortaleza y una gran sensibilidad. La expresión “gracias” no es una mera fórmula de cortesía o buena educación. Es, sobre todo lo demás, una palabra mágica, que acerca y une a las personas, que facilita el encuentro y el perdón. La gratitud es el arte de saborear la vida con agrado.
Educar los oídos para aprender a escuchar y escucharse.
Hablamos y hablamos pero escuchamos y nos escuchamos poco. Sin embargo, tenemos dos orejas y una sola boca, lo que parece indicar que deberíamos escuchar el doble de lo que hablamos. Es mucho más difícil aprender a callar, que aprender a hablar. De hecho, y como decía Ernest Hemingway, “se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”.
Necesitamos, en consecuencia, aprender a escuchar. Escuchar antes de diagnosticar, de opinar, de juzgar, de descalificar. Escuchar viene del latín: auscultare, término que se lo ha apropiado la medicina, y denota atención y concentración para entender y poder ayudar. Escuchar, en consecuencia, las palabras y los gestos, los silencios, los dolores y rabias, los gritos de la inseguridad y el miedo. Escuchar a los sin voz, escuchar los gemidos de Dios en el dolor de los hombres. Escuchar lo que se dice y lo que se calla y cómo se dice y por qué se calla. Escuchar también las acciones, la vida, que con frecuencia niegan lo que se proclama en los discursos. Muchos deshacen con sus pies lo que intentan construir con sus palabras: “El ruido de lo que eres y haces no me deja escuchar lo que me dices”.
Escuchar para comprender y así poder dialogar. El diálogo exige respeto al otro, humildad para reconocer que uno no es el dueño de la verdad. El que cree que posee la verdad no dialoga, sino que la impone, pero una verdad impuesta por la fuerza deja de ser verdad. Si yo sólo escucho al que piensa como yo, no estoy escuchando realmente, sino que me estoy escuchando en el otro. El diálogo supone búsqueda, disposición a cambiar, a “dejarse tocar” por la palabra del otro. En palabras del poeta Antonio Machado: “Tu verdad, no; la verdad. Deja la tuya y ven conmigo a buscarla”. El diálogo verdadero implica voluntad de quererse entender y comprender, disposición a encontrar alternativas positivas para todos, opción radical por la sinceridad, respeto inquebrantable a la verdad, que detesta y huye de la mentira.
Necesitamos aprender a escuchar y también escucharnos para ser capaces de dialogar con nuestro yo profundo, para ver qué hay detrás de nuestras palabras, de nuestros sentimientos, de nuestro comportamiento y vida; para intentar ir al corazón de nuestra verdad, pues con frecuencia, repetimos fórmulas vacías, frases huecas, aceptamos sin ninguna criticidad “la verdad de los míos”.
Para poder escucharnos, necesitamos de más silencio y soledad. El que no es capaz de quedarse consigo mismo a solas y en silencio, difícilmente madurará como persona, y vivirá en la superficialidad y la banalidad. El silencio es el fruto de la soledad creadora. Soledad buscada para adentrarse dentro de uno mismo, para comprenderse, escucharse y hablarse. El silencio es la última palabra, la mejor palabra, del encuentro. Sólo el que es capaz de entrar en lo profundo de su propia intimidad podrá comunicarse en profundidad. Sólo el que es capaz de sumergirse en el silencio podrá escuchar en realidad las voces y los silencios de los otros. Y hasta será capaz de escuchar el griterío de las flores, las ásperas voces de las piedras, el rumor de las cascadas y torrentes que nos cuentan los misterios y maravillas del universo con sus labios de agua.
La voz del silencio se hace imprescindible en un mundo tan lleno de ruidos, para poder avanzar hacia un diálogo cada vez más rico y humanizador. El silencio crea hombres y mujeres para la escucha y para la comunicación. La persona silenciosa, que sabe escucharse y escuchar, crece hacia adentro, se adentra en lo profundo y es capaz de cultivar palabras verdaderas. Palabras que animan, que siembran confianza, que tumban prejuicios y barreras, que calientan corazones.
Aprender la libertad, la responsabilidad y el amor. Ser libres, para amar, para servir.
Nos dieron la vida para defender la vida, para dar vida. Si Dios es amor y nos hizo a su imagen y semejanza, somos seres para amar. El sentido de la vida es el amor, y sin amor la vida no tiene sentido. El amor es fuente de alegría y de vida Nunca pesa más un corazón que cuando está vacío. Pero hoy es muy usada y abusada la palabra amor. De ahí la necesidad de recuperar su auténtico significado y restituirle a esa palabra tan maltratada su profundidad y misterio. De hecho, todos deseamos amar y ser amados. No es posible ser pleno o feliz sin amor. El gozo y la alegría más grande que los seres humanos podemos tener en esta vida es amar y ser amados. Una vida sin amor no puede desarrollarse sanamente Si tantas personas siguen siendo tan mediocres, se debe a que nunca fueron amadas con un amor tierno y exigente. Y ciertamente, detrás de cada asesino, abusador, o cualquier promotor de la injusticia y la violencia se encuentran seres escasos de amor, que no fueron amados lo suficiente o fueron amados mal: de ahí que su ser más profundo se encuentra dañado y enfermo. Son seres impotentes que no pueden expandirse en el amor y por ello destruyen a su paso todo lo amoroso y realmente valioso de la vida. Con palabras de Alfred Adler “Todos los fracasos humanos son el resultado de una falta de amor”. Una persona inteligente, activa y eficaz, sin capacidad de amar, da miedo. Un individuo hábil y poderoso, insensible al amor, es un peligro.
Por ello, si bien hoy se habla mucho de “hacer el amor”, se ignora que la cosa es más bien, al revés: “el amor nos hace, nos constituye en auténticas personas”. Sin amor no se puede existir plenamente, alcanzar la felicidad. Desgraciadamente, la cultura contemporánea nos promete la felicidad por el camino del placer (sentir más), el camino del éxito social y profesional (aparecer o triunfar más), y sobre todo el camino del dinero (tener más, para comprar más), pero no por el camino del amor (ser más).
Hoy se habla mucho de amor, pero nos estamos volviendo incapaces de amar. Muchos confunden el amor con la atracción física, con el mero gustar. Otros con el deseo sexual. Ignoran que, como lo definió Aristóteles en su Retórica: Amar es querer el bien para el otro en cuanto otro.
El amor es un acto de la voluntad. Implica decisión, elección, mucho coraje y capacidad de entrega y sacrificio para mantenerse firmes en esa decisión. Un amor sin voluntad es un amor inmaduro, frívolo, superficial, trivial, un mero sentimiento que va y viene según soplen los vientos. El amor funciona si lo hacemos funcionar. Hay que cultivar el amor, como se cultiva una planta: abonarlo, regarlo, evitar todo lo que pueda dañarlo, prevenir plagas, tormentas y sequías, analizarse permanentemente para descubrir qué actitudes o conductas dañan, empobrecen al amor y qué otras lo robustecen. Como todo lo que está vivo, o crece o muere. El amor vence a la muerte, pero la rutina y el descuido vencen al amor. De ahí la necesidad de alimentarlo todos los días con pequeños detalles, con gestos, con sonrisas, con atenciones, con palabras… Si está vivo, crece, pero si no se lo alimenta, languidece y muere. El fracaso de tantos matrimonios se debió a que, por dejar de alimentar el amor, lo dejaron morir de hambre.
Por confundir al amor con la mera atracción, el gustar o el deseo de posesión, muchas personas se enamoran y desenamoran con una gran facilidad, pero nunca alcanzan el amor .Amar a una persona significa preocuparse y ocuparse por su bienestar, por su realización, por su felicidad. Quien ama quiere lo mejor para la persona que ama. ¿Cómo puede decirte alguien “te amo” y después maltratarte, engañarte, abusar de ti, humillarte y faltarte al respeto?
Pedagogía del amor y la ternura
El amor es el principio pedagógico esencial. De muy poco va a servir que un docente se haya graduado con excelentes calificaciones en las universidades más prestigiosas, si carece de este principio. En educación es imposible ser efectivo sin ser afectivo. No es posible calidad sin calidez. Amor se escribe con “a” de atención, admiración, ayuda, apoyo, ánimo, aliento, asombro, acompañamiento, amistad. El educador es un amigo que ayuda a cada alumno, especialmente a los más carentes y necesitados, a superarse, a crecer, a ser mejores.
Amar significa aceptar al alumno como es, siempre original y distinto a mí y a los demás alumnos, afirmar su valía y dignidad, más allá de si me cae bien o mal, de si lo encuentro simpático o antipático, de si es inteligente o lento en su aprendizaje, de si se muestra interesado o desinteresado. El amor genera confianza y seguridad. Es muy importante que el niño se sienta en la escuela, desde el primer día, aceptado, valorado y seguro. Sólo en una atmósfera de seguridad, alegría y confianza podrá florecer la sensibilidad, el respeto mutuo y la motivación, tan esenciales para un aprendizaje autónomo. Hacer feliz a un niño es ayudarle a ser bueno. Educar es un acto de amor mutuo. Es muy difícil crear un clima propicio al aprendizaje si no hay relaciones cordiales y afectuosas entre el profesor y el alumno, si uno rechaza o no acepta al otro.
El amor es también paciente y sabe esperar. Por eso, respeta los ritmos y modos de aprender de cada alumno y siempre está dispuesto a brindar una nueva oportunidad. La educación es una siembra a largo plazo y no siempre se ven los frutos. De ahí que la paciencia se alimenta de esperanza, de una fe imperecedera en las posibilidades de superación de cada persona. La paciencia esperanzada impide el desánimo y la contaminación de esa cultura del pesimismo y la resignación que parecen haberse instalado en tantos centros educativos. Para ser paciente, uno tiene que tener el corazón en paz. Sólo así será capaz de comprender, sin perder los estribos, situaciones inesperadas o conductas inapropiadas, y podrá asumir las situaciones conflictivas como verdaderas oportunidades para educar. La paciencia evita las agresiones, insultos o descalificaciones, tan comunes en el proceso educativo cuando uno “pierde la paciencia”. El amor paciente no etiqueta a las personas, respeta siempre, no guarda rencores, no promueve venganzas; perdona sin condiciones, motiva y anima, no pierde nunca la esperanza.
Amar no es consentir, sobreproteger, regalar notas, dejar hacer. El amor no se fija en las carencias del alumno sino más bien, en sus talentos y potencialidades. El amor no crea dependencia, sino que da alas a la libertad e impulsa a ser mejor. Busca el bien-ser y no sólo el bienestar de los demás. Ama el maestro que cree en cada alumno y lo acepta y valora como es, con su cultura, su familia, sus carencias, sus talentos, sus heridas, sus problemas, su lenguaje, sus sueños, miedos e ilusiones; celebra y se alegra de los éxitos de cada uno aunque sean parciales; y siempre está dispuesto a ayudarle para que llegue tan lejos como le sea posible en su crecimiento y desarrollo integral. Por ello, se esfuerza por conocer la realidad familiar y social de cada alumno para, a partir de ella, y a poder ser con la alianza de la familia, poder brindarle un mejor servicio educativo.
Algunos, en vez de hablar de la pedagogía del amor, prefieren hablar de la pedagogía de la ternura para enfatizar ese arte de educar con cariño, con sensibilidad, para alimentar la autoestima, sanar las heridas y superar los complejos de inferioridad o incapacidad. Es una pedagogía que evita herir, comparar, discriminar por motivos religiosos, raciales, físicos, sociales o culturales. La pedagogía de la ternura se opone a la pedagogía de la violencia y en vez de aceptar el dicho de que “la letra con sangre entra”, propone más bien el de “la letra con cariño entra”; en vez de “quien bien te quiere te hará llorar”, “quien bien te quiere te hará feliz”.
La pedagogía del amor o pedagogía de la ternura es reconocimiento de diferencias, capacidad para comprender y tolerar, para dialogar y llegar a acuerdos, para soñar y reír, para enfrentar la adversidad y aprender de las derrotas y de los fracasos, tanto como de los aciertos y los éxitos. La ternura es encariñamiento con lo que hacemos y lo que somos, es deseo de transformarnos y ser cada vez más grandes y mejores. Por esto, ternura también es exigencia, compromiso, responsabilidad, rigor, cumplimiento, trabajo sistemático, dedicación y esfuerzo, crítica permanente y fraterna. En consecuencia, no promueve el dejar hacer o deja pasar, ni el caos, el desorden o la indisciplina; por el contrario, promueve la construcción de normas de manera colectiva, que partan de las convicciones y sentimientos y que suponen la motivación necesaria para que se cumplan.
[1] Dr. en Filosofía. Licenciado en Educación. Coordinador del Programa Espacio Público del Centro de Formación e Investigación P. Joaquín de Fe y Alegría. Coautor del Programa de Formación de Educadores Populares de la Federación Internacional de Fe y Alegría. Profesor e investigador del Centro de Experimentación para el Aprendizaje Permanente (CEPAP) de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez. Cogestor y animador del Programa de Profesionalización de docentes en servicio. Ha publicado 55 libros, varios de ellos traducidos a diversos idiomas. Cada semana publica un artículo de tema educativo y de opinión en 7 periódicos del país y en tres revistas digitales.
[2] Paulo Freire, Política y Educación, pág. 29.
[3] La historia se la escuché originalmente a Eduardo a Galeano en 1997, en Cartagena, Colombia, en un encuentro sobre investigación-acción. Retrabajada por mí la incorporé a mi libro Educar valores y el valor de educar: Parábolas. San Pablo, Caracas, 13va. reimpresión, 2008, pág. 147.
[4] Eduardo Galeano, El libro de los abrazos. Siglo XXI Editores, México, 1994.
[5] Manuel Ramírez, El País, Madrid, 25-06-2006.